Eduardo Momeñe
Fotografía, Texto y Vídeo
Eduardo Momeñe
Fotografía, Texto y Vídeo
Retratos y otras Ficciones
UNA PERPETUA MAQUINACIÓN O DOS O TRES COSAS QUE SÉ SOBRE EDUARDO MOMEÑE
Juan Manuel Bonet
A Manolo Quejido siempre le ha gustado decir que está en una perpetua maquinación. Retomo este término de andar por casa forjado por el pintor sevillano, para emprender este recorrido por el universo de Eduardo Momeñe, cuya batalla por la fotografía, una de las más tenaces de nuestra escena, se desarrolla en muchos frentes. Le añado, además, un subtítulo claramente godardiano. De Godard, me gustan mucho las primeras películas, me gusta mucho la escena de las postales en Les Carabiniers (como Momeñe, soy un loco de la postal), y me gusta mucho una frase que he citado muy a menudo, en francés: “Il faut tout mettre dans un film”.
Momeñe, bilbaíno de 1952, heredó de su padre (al que en este catálogo encontrará el lector un bonito homenaje: una fotografía en color de su cámara cinematográfica, una Bolex-Paillard) su afición por el cine, la fotografía y los libros, y de su madre, el gusto por la música y la literatura. Le vino pues de fábrica la afición a la trashumancia, que ha hecho que en su carrera además de Bilbao y Madrid hayan sido importantes ciudades como Barcelona o Zaragoza, y otras más pequeñas (un ejemplo: Logroño y su ejemplar Casa de la Imagen) a las que lo conducen sus cursos y conferencias (ver al respecto su manual de 2007, varias veces reeditado La visión fotográfica, del que luego hablaré, y con el que echó a andar AfterPhoto, su guadianesco pero exitoso proyecto de autoedición y autodistribución) y hayan sido importantes también el festival fotográfico Arles, o sus estancias más prolongadas en París o en Bruselas, capital administrativa esta última de una Europa que, como luego se verá, ha recorrido y fotografiado incansable, obsesivamente.
Momeñe son muchos Momeñes, es mucha ficción, son máscaras. Retratos y otras ficciones se titula, para dejarlo claro de entrada, la muestra para cuyo catálogo escribo. Un título que es una versión algo retocada del que en 2010 le puso a su individual en Metta: Retratos, video y otras ficciones.
Haciendo memoria, las fotos más antiguas que conozco de él, las tomó con apenas veinte años, y documentan los Encuentros de Pamplona de 1972, en cuyo departamento de prensa por mi parte trabajé, aunque no tuvimos entonces ocasión de coincidir. En sus instantáneas de aquel magno evento, concebido por Luis de Pablo y José Luis Alexanco por encargo de la familia Huarte, salen John Cage y David Tudor, Luc Ferrari, Steve Reich y Laura Dean y Phil Glass, los ZAJ, el belga y hoy madrileño Alain Arias-Misson… Algunas de esas fotos se publicaron aquel mismo año en la revista experimental milanesa Lotta Poetica, y figurarían en la muestra que a los Encuentros dedicó el Reina Sofía en 2009. Otra colaboración de vanguardia que establecerá en 1980: con el grupo de Pedro Garhel y Marta Schinca. Al mismo contexto pertenecen, en 1981, sus retratos de Philip Corner, artista Fluxus, amigo de los ZAJ, que actuó en Madrid, y pasó por su estudio.
Si en 1967 ya tenía, en el colegio, un grupo de rock, Old Music, durante toda su juventud estuvo muy pendiente de ese planeta, En su cronología más difundida, a la altura de 1971 leemos lo siguiente: “Jethro Tull publica Aqualung. Le gustaría ese tono, esa fuerza, para sus fotografías”. (Más tarde, retrataría a Ian Anderson).
Su primera individual tuvo lugar en 1974 (año en que publica un porfolio en Nueva Lente, entonces la revista de fotografía más rompedora de nuestra escena) en la Galería Nikon de Barcelona. De entonces datan también sus curiosísimas fotografías para un catálogo del pintor mallorquín Joaquín Torrents Lladó, entonces muy en boga, tomadas en el Sahara entonces español, entre tuaregs, llegando Torrents a parecer uno más de ellos. Como dato epocal en clave sociología del arte, añadir que otros de los catálogos del mismo llevan fotos de David Hamilton, Cecil Beaton o Lord Snowdon. Como dato histórico (y novelesco), decir que durante aquella estancia fueron recibidos por las autoridades en El Aaiun, y que en el avión de vuelta se enteraron… de que había comenzado la Marcha Verde.
En esa misma biografía, a la altura de 1972, indica, en tercera persona como se suelen redactar esos textos: “Todos los meses compra Vogue francés tan sólo para ver el nuevo anuncio de Charles Jourdan hecho por Guy Bourdin”. Otro dato epocal, que hará que, en 1975, tras abandonar estudios de Economía, se traslade a París con la intención de enseñarle un porfolio a Bourdin. No le sería posible acceder al maestro, entonces en la cúspide de su fama, pero terminaría trabajando de ayudante en el estudio de otro fotógrafo entonces célebre en el campo de la moda, de la publicidad y el erotismo, Uwe Ommer, muy bueno técnicamente, aunque su obra resulte muy “fechada” y a la postre menor. De los entusiasmos adolescentes que enumera en diversas entrevistas, me gusta encontrarme con uno compartido: Blow Up, de Antonioni, visto por mí en el Londres de 1969, en que también vi la película de Godard sobre los Rolling Stones, además de empaparme de Hockney (que a él le gusta mucho, como pintor, y también como fotógrafo), el tintinesco Patrick Caulfield y demás pintores pop ingleses, descubiertos en Kasmin. Otro entusiasmo compartido: Andrei Tarkovsky, cineasta y fotógrafo sobre el que ha escrito en Frontera Digital, alabando su “arte de retar al tiempo”.
Un encargo importante para Momeñe, que el año anterior había abierto su estudio madrileño (en el que organizaba proyecciones de cintas de Adolfo Arrieta, Eugeni Bonet, José Luis Guerín o Manuel Huerga), fue, en 1978, su trabajo de fotografía de la obra de Mariano Fortuny y Madrazo en el campo de la moda, realizado para la magna obra de su paisano y amigo Guillermo de Osma al respecto, publicada en 1980 por Aurum Press en Londres. Son muy divertidas dos instantáneas realizadas en la Venecia de aquel año en aquel contexto, En la primera se ve a una modelo ataviada con un Delphos, mientras la segunda representa a la misma modelo, con, en el suelo, sentados Osma y Momeñe. Y emocionante el retrato de Cecilia de Madrazo y López de Calle, la viuda del pintor y grabador Fabio Mauroner, en su jardín del 1111 de San Trovaso. Todo esto me lleva a mi propia deriva veneciana en pos de Fortuny (demasiado larga para contarla aquí), para la muestra con que se inauguró, en 1988, el Mercado Puerta de Toledo. Muestra gracias a la cual precisamente conocí a Osma.
A veces se cataloga a Momeñe, creo que un poco a la ligera, como fotógrafo de la movida. Como todos los que nos interesábamos (en mi caso con un acercamiento todavía dubitativo) por el arte de la cámara, frecuentó el Photocentro, lugar clave, mientras duró, para el arte de la cámara, y en 1983 (año de su primera individual madrileña, en Sen, galería entonces muy visible) expuso en Moriarty las obras suyas y de otros colegas que incluyó en su libro 11 fotógrafos españoles. Bastantes personajes de ese entorno posaron para él. Por ejemplo Ouka-Lele y El Hortelano, en una foto de 1984. Por ejemplo, Bárbara Allende, ya en solitario, en varias tomas de 2008. Por ejemplo Lola Moriarty y Borja Cassani, también en 1984. Por ejemplo, Miguel Bosé. Por ejemplo, Agatha Ruiz de la Prada casi en sus inicios, sola o en compañía de sus hermanas Ana e Isabel. Por ejemplo, Mapplethorpe. Por ejemplo, Alice Baldwin, que tiene porte y nombre de estrella, pero que la verdad es que no sé muy bien qué lugar ocupa en la pequeña historia de la época, aunque su recuerdo queda asociado para su retratista con el de Kevin Ayers, que apareció con ella por el estudio. En cualquier caso, ese gran retrato, “a la manera de La boudeuse”, de Watteau, se me quedó grabado en la memoria, porque fue una de las portadas más emblemáticas de La Luna de Madrid, la de un número, además, el cuarto, de febrero de 1984, en que en la propia portada se anuncian, como reclamo complementario, dos nombres proprios especialmente consistentes, y de los que yo entonces era muy cercano, Carlos Alcolea, y Santiago Auserón. En 1990, Gloria Collado incluyó fotos de nuestro común amigo en su colectiva Images de la Movida, celebrada en la Galerie d’Art Moderne de París. Fin de la Movida.
Más abundantes son en realidad los retratos de Momeñe “no de la movida”. Memorables el de Alberti en su decadencia, el de Carlos Saura (que antes de decantarse por el cine fue un excelente fotógrafo), el de Julio Caro Baroja, el de Juan Goytisolo con su inevitable cara de enfado, el de John Berger, el del accionista vienés Arnulf Rainer, el de Wim Mertens, el de Jordi Doce, el de Yolanda Sacristán o el de Vanessa Montfort, todos ellos frontales, inquisitivos, definitivos, los masculinos como otros tantos bustos romanos. Más nombres; la actriz Emma Suárez, Pilar López de Ayala en compañía de José Luis Guerín, Jack Birckett (actor de la compañía de Lindsay Kemp). Los del compositor José Manuel Sánchez Verdú, de abrigo y llevando en su mano derecha una partitura, tienen la agudeza de los de August Sander, que tanto le gustan a nuestro fotógrafo. Me gustan mucho también los de la donostiarra y ex-ZAJ y hoy parisiense Esther Ferrer, con su inverosímil abrigo. O el de Wim Wenders, sentado, más Diego Lara que nunca, y esto lo digo porque las dos veces, ambas en París, en que he coincidido con el cineasta y fotógrafo, me sorprendió lo parecidos que eran, y siempre que caigo sobre su retrato por Momeñe (me acaba de pasar en su estudio: “ah mira, Diego Lara”), lo tomo por la vera efigie del gran renovador de nuestro diseño gráfico e inolvidable amigo. En una de las efigies de la bailarina Margie Gillis, su falda está fotografiada tan bien como la habría fotografiado Ortiz Echagüe. Paola Dominguín vestida por Francis Montesinos: de nuevo la magia de lo textil, y un retrato que de repente me hace pensar en el Fortuny de Venecia. Interesantes los de cinco colegas: Brian Griffin, Isabel Muñoz, Luis de las Salas con su Harley Davidson, Luis Baylón con su Rolleiflex, y Estela de Castro, precisamente la obsesiva retratista de sus compañeros de gremio, con su Hasselblad.
La mayoría de los retratos que he mencionado los ha realizado Momeñe en su estudio, en su bunker, como dice. Son “retratos de estudio”, gusta decir también, a la antigua. Aunque toda regla tiene su excepción. En el de Mapplethorpe, que está sentado en uno de los embalajes en que fue transportada la obra de su exposición, se reconocen, al fondo el espacio brutalista y las columnas del garaje del Barrio de Salamanca donde tuvo su galería Fernando Vijande. Y el de Leonard Cohen está realizado en Bilbao.
El retrato, dice él, es puesta en escena. Su estudio, cerca de la fascinante Mole sindical metafísica, de ladrillo rojo, de Aburto y Cabrero, y a dos pasos también de La Fábrica, es lugar apto para esa puesta en escena. Es amplio, es un Cafarnaúm, está lleno de cachivaches, de carteles, de fotos propias y ajenas, de libros, de catálogos (entre ellos, los de Torrents Lladó, no sólo los que llevan fotos de Momeñe, también los de David Hamilton), de pilas de revistas, suyas o ajenas, españolas o internacionales. Pero hay un espacio que es el estudio propiamente dicho, digamos el ring de boxeo. Lo dice él muy bien, en uno de sus textos, escrito para la monografía de Alfonso Armada, a la que luego haré referencia: “Es la idea de escenario, finalmente, un escenario vacío, incluso invisible, inexistente. Hacemos fotografías dentro de ese decorado teatral. Es nuestra deuda con el teatro, con su espacio acotado, con sus actores, con Grecia”.
Puesta en escena. Un retrato glorioso, de 1978 cuyo título es una adivinanza: el de una modelo anónima, titulado Retrato a la manera de Victorine Meurent. No, no lo sabes, lector, y yo tampoco lo sabía, pero lo explica aquí mismo su autor, se trata de la mujer que posó para la Olympia y el Déjeûner sur l’herbe, dos “succès de scandale” de Manet. Pero la toma de Momeñe no es en plan maja desnuda, sino en plan maja vestida.
Puesta en escena: el díptico inspirado en “Lorelei”, de Heine.
Puesta en escena: dos gemelas de espaldas, escribiendo en sendas pizarras “The Love Song of Alfred J. Prufock”, de T.S. Eliot. Otra muchacha, en escenografía similar, lo que escribe es un fragmento de Heinrich von Kleist.
Puesta en escena: el tríptico, paródicamente pictorialista, compuesto por The Artist and the Photographer, Le baiser, y Retrato formal al viejo estilo.
Puesta en escena, más contenida, todas las fotos posadas de modelos femeninas, de músicos, de deportistas, de “estatuas vivientes” sacadas de la calle al estudio.
En el campo del retrato, una de las recomendaciones de lectura que suele hacerles a sus alumnos (Momeñe siempre ha sido muy buen prescriptor) es el libro de Tzvetan Todorov Elogio del individuo, sobre la pintura flamenca. Por ese lado, el fotógrafo aconseja siempre a sus alumnos el mirar del lado de los primitivos flamencos (especialmente, Van Eyck) e italianos, y de Rembrandt. Viniéndose más para acá, le gustan mucho los retratos de Man Ray, así como las fotografías tomadas por surrealistas como Paul Nougé o Magritte, amigo del anterior.
Momeñe ya por aquel entonces estaba en contacto con Bernard Plossu, expositor en el Photocentro en 1976, y objeto de un memorable monográfico de Nueva Lente en 1979, Del gran nombre de la fotografía francesa ha editado dos libros, uno, en 2013, en que lo hace dialogar con Max Pam, el australiano errante (coincidiendo con su publicación, presentó una exposición de ambos en EFTI, donde en 2005 había empezado a impartir un máster de fotografía documental), y otro, en 2021, la traducción del ensayo de David Le Breton Bernard Plossu: Caminar la fotografía. La contra, sin firmar, pero evidentemente de la autoría de su editor, del tomo con Max Pam es muy expresiva, sobre todo su frase final: “Fotógrafos dentro del mundo, fotógrafos hasta la médula, dos de los grandes”. Entre las admiraciones que comparten Plossu y Momeñe, me interesa destacar la que sienten por el chileno Sergio Larraín, al que en 1994 el segundo publicó en portada de un número de su revista Fotografías, y al que por mi parte, siguiendo precisamente el consejo de Bernard, programé en el IVAM en 1999, en la que fue su primera muestra museal. En 2012, con motivo de la muerte de Larraín, el fotógrafo ha publicado en Frontera Digital dos cartas que le envió aquél; en la nota previa, indica que contactó con él vía Plossu, al que ya había publicado en la revista, lo mismo que a Françoise Núñez.
Fotografías (1993-1994) es una prueba de la condición quijotesca de Momeñe. En sus doce números salieron obras de Bleda y Rosa (se entiende que le interesara su reflexión sobre lugares españoles de la memoria), Javier Campano, Carma Casulà, José Manuel Díaz Burgos, Isabel Muñoz, José Manuel Navia o (a título póstumo) el trágicamente desaparecido Juantxu Rodríguez, nombres que entonces apenas empezaban. También fotos recibidas, muchas veces de desconocidos, a los que se publicaba sin filtro, un sistema generoso de ir abriendo el abanico. Anunciaba en ella, por lo demás, su Escuela de Fotografía Creativa, ubicada en el mismo bajo de la calle de San Pedro donde sigue estando su estudio. Hay también una sección, “Los nombres del iceberg”, que constituye una invitación al viaje, que en cierto modo anticipa temas que saldrán en el proyecto de Burton Norton, al que luego me referiré.
Otra prueba de ese quijotismo momeñiano: los trece capítulos (está claro que no es supersticioso) de que constó su excepcional programa de televisión para ETB La Puerta Abierta (1988-1990). Inicialmente él había pensado en un título a lo Lewis Carroll, pero finalmente este procede del de una fotografía de su amado Talbot. Programa de alta divulgación (se puso a sí mismo la meta de hacer algo parecido a la serie Civilization, de Kenneth Clark), que nos recuerda que en tiempos (época, por sólo hablar de Televisión Española, de Carlos Vélez, de Sánchez Dragó, de Paloma Chamorro, de Miguel Rubio, de Javier Rioyo y unos pocos más), las televisiones hicieron más por la cultura de lo que (no) hacen hoy. El volumen de mismo título que ha publicado este mismo año recopilando lo principal del contenido de la serie, está lleno de enseñanzas. Nos confirma su pasión por la fotografía del XIX, tanto francesa (Atget sobre todo) como, todavía más, inglesa. Excelente lo que dice sobre Atget, el gran cantor de París: “Vistas en su conjunto poseen un raro silencio”. De él aprecia su capacidad para, siendo tan topográfico, tan vedutista diríamos contemplándolo en clave pictórica, ser a la vez tan subjetivo, tan poeta. Incide en la importancia de Stieglitz y de Camera Work. También en Lartigue, del que aprecia la espontaneidad, y el lado dietarístico. Sobre Kertész, cosas muy bien dichas, especialmente esto: “Las fotografías de Kertész vienen a decirnos que el mundo merece ser fotografiado en toda su variedad y riqueza, en toda su capacidad para mostrarse y sorprendernos”. Y también: “Lo que Kertész capta no son grandes acontecimientos, pero en sus fotografías se vuelven extraordinarios”. A Walker Evans lo contempla como alguien que maneja la cámara como un sustituto de la literatura, algo que dicho por él es como si nos propusiera unas briznas de su autobiografía intelectual; por ese lado, valora mucho, obviamente, el libro del fotógrafo con James Agee. Desfilan luego, entre otros, Sander, Man Ray, Berenice Abbott (sobre todo por su papel en el descubrimiento de Atget), Dorothea Lange, Moholy Nagy, Avedon, Robert Frank (del que le gusta que se haya atrevido a dar el paso al cine, que a él, ya lo he dicho al paso, le ha tentado, pero siempre se ha quedado al borde), Ralph Gibson, y naturalmente Plossu….
Terminando sus programas de ETB con Cindy Sherman, Joan Fontcuberta o Pere Formiguera, está claro que Momeñe sugiere el camino de la ficcionalización. Si remató ese camino con Burt Norton, en los propios programas viene una prefiguración de la aventura: la entrega final, la número 13, versa sobre el supuesto fotógrafo austriaco Paul Wittgenstein. Un recuerdo también, siempre en la serie, a Toni Catany, del que muestra un calotipo. Catany no ficcionalizó sus enormes saberes sobre la fotografía del XIX, pero es el único que podría haber competido, en ese terreno, con Momeñe.
Un inciso: Momeñe, en no recuerdo qué entrevista, saluda la aparición de nuevos fotógrafos que apuestan por la ficción, como Paco Gómez, el autor de Los Modlin.
Vamos con las ficciones, pues.
Para mí, además de ser muy buen fotógrafo, Momeñe es un hombre de cultura, y un escritor de primera, y lo es no sólo porque escribe muy bien, sino por su propósito de conferirle a su obra fotográfica un plus de ficción, por su capacidad a lo Jusep Torres Campalans, quiero decir, a lo Max Aub, de hacernos creer que ha descubierto un colega olvidado del XIX. La invención de Burton Norton, supuesto fotógrafo de Oxford, y de su ayudante el estudiante de Literatura W.G. Jones, es la gran hazaña de nuestro amigo. Gracias a ese juego ficcional (objeto en 2015 de un libro voluminoso, anticipado dos años antes por una muestra en el Círculo de Bellas Artes), nos propone una visión panorámica de la Europa ochocentista que el asesinato de Sarajevo clausuraría definitivamente en 1914. Al “traductor” de la poesía de Pavel Hrádok, esta historia a la fuerza había de gustarle. Estamos ante un Grand Tour fotográfico. Los mármoles del Partenón en el British. Tras los pasos de Constable, la catedral de Salisbury. El Mont Saint-Michel, antes de que fuera el parque temático que, ay, es hoy. Un Versalles muy Atget, y ya me he referido a la absoluta devoción de Momeñe por aquél. La monetiana catedral de Rouen y la, roja, de Estrasburgo. Beffrois como el de Tournai o el de Malinas. Ypres, antes de la iperita, es decir de la guerra civil europea iniciada en Sarajevo. Los canales de Brujas y Gante, tan amados por los poetas y pintores simbolistas de ese país, y por otros de paso. También en el plat pays de Jacques Brel, una iglesia bruegheliana. Waterloo, la hugolania morne plaine. Molinos en la tierra de Rembrandt y Ruysdael. La Alemania de Carlomagno en Aquisgrán, y la de Goethe (cuyos dibujos Burton admiraba, y la lectura de cuyo viaje italiano recomienda Jones) en Weimar, y la de Hölderlin (referencia esta última fundamental para Momeñe, que en su día fue a Grecia tras sus pasos) en Tübingen. Un Hamburgo previo al fotografiado por Renger-Patzch. Dresde mucho antes de su bombardeo. Un Rin a lo Victor Hugo y su gran libro y sus tintas chinas. El lago de Lucerna y su puente cubierto. La estatua de Andersen en Odense, Andersen de cuyos precursores collages es admirador Momeñe. El castillo de Hamlet en Elsinor, delante del cual se retrataría, muchas décadas después, Álvaro Cunqueiro. Florencia. Una Venecia post-Canaletto y post-Ruskin y post-Whistler, que es la Venecia de -Fortuny y Madrazo, del Barón Corvo, de Proust, de A Lume spento de Ezra Pound. Roma, Olympia. Un paisaje despojado a lo Roger Fenton y su Valle de la sombra de la muerte, título e imagen que tanto obesiona a Momeñe.
Burton es, sí, el Torres Campalans de Momeñe, Que en él se desdobla, ya que a las fotografías de Burton Norton suma el extensísimo y trabajadísimo texto de Jones, un empeño que ciertamente impresiona, por su calidad literaria, y por la solidez de la cultura artística, literaria, científico e histórica de su autor, imbatible conocedor del Ochocientos, especialmente del británico..
Como una prolongación del Norton, resulta un delicioso “rizar el rizo” el breve libro que aquél ha inspirado a quien lo había maquetado, el fino grafista e ilustrador que es, precisamente desde los tiempos de la Movida, Jacobo Pérez Enciso. Libro aparecido en 2020, y titulado, muy a la antigua, Un cuaderno de viaje: Apuntes sobre el libro Las fotografías de Burton Norton de Eduardo Momeñe. Pérez Enciso dibujó sobre su propio ejemplar del volumen, evocando el Mont Saint-Michel, Brujas o la Holanda de los molinos, pero añadiendo además lugares o situaciones (muchas de ellas, relacionadas con el mundo de la náutica) de los que hablaba Jones, pero que Norton no había fotografiado.
Tras esa inmersión en el XIX, abro el fotolibro de Momeñe El placer de fotografiar (2019), en el que, aunque hay alguna imagen en blanco y negro, domina, desde la alegre cubierta, el color. Repaso además el catálogo de su exposición Fotografías en Europa, celebrada en 2005 en Guillermo de Osma, y en cuya cubierta sale, en plan muy Germaine Krull, uno de los pilares de la Torre Eiffel. Juego de espejos entre las fotos de Norton, y las fotos de su “descubridor”. Las fotos de Norton son sublimes y hablan de la civilización europea contemplada justo antes de que “el mundo de ayer”, por decirlo con Stefan Zweig, saltara por los aires. Las fotos de Momeñe incluyen ironías sobre el actual turismo de masas, aquel al que acabo de aludir a propósito del Mont Saint-Michel, y aquel que Paul Morand, en su fase de “viudo de Europa”, fustiga en los párrafos más reaccionarios y antipáticos de esa maravilla absoluta que es Venises. Las fotos de Norton vienen a ser como el último Grand Tour. Las de Momeñe, en cambio, son irremediablemente de hoy, y reflejan su distancia y su ironía. Muchas parejas, y mucha gente tomando fotos. De su mano contemplamos el British. Montañas. Lagos. Canales belgas. Molinos holandeses. La catedral de Aquisgrán. La casa solitaria en Cuesmes, de Van Gogh cuando vivía la experiencia obrera del Borinage. Un edificio déco en s´Gravenhage, que en realidad es, igual que una hilera de casas supuestamente en La Haya, una maqueta en un parque temático, aunque en el caso del primero, las edificaciones del fondo sí son reales. El Atomium de la Exposición de Bruselas de 1958. Magritte (fotografiado por Duane Michals) saludando en un vinilo de su museo, Un taxi en Bottrop, La Sirenita de Copenhague. Notre-Dame de París bastante después de Hugo, y en obras, pero bastante antes de su fatídico incendio. Hay temas que coinciden con los de Norton, y otros que en absoluto. En la época de Norton ni había turismo de masas, ni había parques temáticos. En el libro salen unos veteranos de guerra con sus medallas, sale un cementerio norteamericano en Normandía, y sale la entrada principal de Auschwitz (recordar su texto para Frontera Digital, de título inspirado en Adorno, “Fotografiar después de Auschwitz”).
Gloria Collado ha contado, en su prólogo al catálogo de la exposición en Osma, que para el fotógrafo, un punto de inflexión importante lo constituyó el destino de Sarajevo durante la guerra en la antigua Yugoslavia. Reflexionó además mucho sobre la Segunda Guerra Mundial, siendo clave para él la lectura de Sebald (del que le interesa todo, incluido el empleo, dentro del texto, de fotografías) o George Steiner, y luego los testimonios de Primo Levi, Jean Améry, Gustaw Herling-Grudzinski o Solzhenitsyn, entre otros muchos.
Muy característica de la poética de Momeñe es su “détournement” del título del fotolibro más conocido de uno de los grandes de la Nueva Visión, el alemán Albert Renger-Patzch: Die Welt ist Schönne (1928), es decir, “El mundo es hermoso”, es decir, por recurrir a un celebérrimo verso de nuestro Jorge Guillén, algo así como “El mundo está bien hecho”, verso que por cierto más de un glosador le ha reprochado, porque el mundo, en fín, en el siglo de siglas... en fin… Titulado con Renger-Patzch, el retrato de esta mujer de piernas perfectas, cuyo rostro no vemos, sentada sobre una mesa vuelta del revés, fue la imagen elegida, en 2017, para la cubierta de la monografía del fotógrafo de la popular colección PhotoBolsillo, de La Fábrica, cuyo lúcido prólogo es de Alfonso Armada, poeta y periodista que siempre ha sido sensible al arte de la cámara. Renger, por cierto, no es fotógrafo del que se sienta Momeñe especialmente cercano. Momeñe por lo demás, en 2020, ha realizado dos remakes de su fotografía del mundo bien hecho.
En la propia Alemania, evidentemente durante las dos décadas siguientes el mundo no iba a ser nada “schönne”, y bien que lo sufriría en su propia carne Renger-Patzch, que a partir de 1933, y al igual que su colega Sander, se las vio y se las deseó para seguir adelante. Los terribles años centrales del siglo pasado constituyen una obsesión para Moñene, y ahí hay que citar como un proyecto especialmente importante su quest de un siniestro entre los siniestros, un futuro condenado a muerte, en 1946, en Nuremberg, el nazi austriaco Arthur Seyss-Inquart, Canciller de su país que aceptó su anexión por Alemania, miembro luego de las SS, y a partir de 1940 comisario del Reich para los Países Bajos. Fotografiar el clavicordio del nazi melómano, refinado y culto (parecido al SS de Jonathan Littell en Les bienveillantes), que envió a los campos de exterminio a tantos holandeses, es, sí, como dice el propio Momeñe, fotografiar “a partir de las ascuas humeantes que deja el incendio”. Fue en el Museo de la Guerra de Overloon donde tuvo lugar su encuentro, casual, inesperado, y decisivo, con ese instrumento de música (primero creyó que era un piano, pero al final le informaron de que se trata de un clavicorde), que le condujo a recordar, entre otras muchas cosas, a diversos músicos nazis a los que Seyss-Inquart frecuentó e invitó a su casa, pero sobre todo a las víctimas del nazismos, y entre ellas a un maravilloso compositor checo víctima del Holocausto, Erwin Schulhoff.
El libro fundamental de Momeñe respecto de su visión de la Europa de los años inmediatamente anteriores al de su nacimiento es We Were not There (2020), con, precisamente, dos textos suyos sobre el caso Seyss-Inquart, ya aparecidos ambos en Frontera Digital, y contribuciones más generales de Alfonso Armada, Luis Burgos (que coincidiendo con la aparición del volumen, expuso en su galería una selección de las fotos), Jordi Doce (a quien como se explica en los agradecimientos, el fotógrafo le pidió prestado el título, que efectivamente es el de uno de sus poemarios) y Jon Juaristi, que indica al paso que de niño fue compañero de pupitre del autor, algo que confirma el fotógrafo en sus recuerdos del tiempo de los Beatles para FronteraDigital, en los que recuerda que su amigo reseñó en la revista del colegio una actuación de su grupo.
Como cubierta del volumen, Momeñe elige un retrato de su hija Virginia en Dachau, junto a su peluche de Bugs Bunny tirado en el suelo. Dentro, casi al final del volumen (cuyo colofón es la tumba de Kafka en Praga), puede pasar desapercibida la foto de una idílica cabaña con chimenea, en un entorno rural. Casi pasamos la página pensando, qué bonita foto. De repente reparamos en el pie: Dachau. Pie que invita a sospechar algo tras el idilio. Sí, lo han adivinado, la cabaña en cuestión… es el crematorio del campo de exterminio…
El título lo dice todo: no, no estuvimos ahí, como no estuvo en el París ocupado Patrick Modiano, nacido al año siguiente al fin de todo aquello. Además de Dachau, comparecen, en un desorden que intento ordenar un poco, imágenes que cubren todo el siglo pasado: el usuario de Douaumont, el Aurora en San Petersburgo, campos de concentración (en Buchenwald, lo que queda del roble de Goethe), Avranches y otras playas de Normandía con sus cementerios norteamericanos, bunkers en Lituania y otros países, las cámaras de tortura del fuerte belga de Breendonk, trincheras en Flandes no sabemos si de la primera o de la segunda guerra, tanques en las Ardenas, aquí y allá monumentos conmemorativos de batallas, maniquíes de museos de la memoria (el tema del maniquí, básico en la fotografía y en la pintura de entreguerras, fascina de siempre a nuestro fotógrafo), la tumba de la resistente Sophie Scholl o la del conspirador Stauffenberg, una estatua de Minerva herida en el bombardeo de Dresde, el recuerdo del suicidio por fuego de Jan Pallach en Praga, y un apartado especialmente significativo, el dedicado a su ya mencionada quest de Seyss-Inquart.
Revolviendo en mi biblioteca, de repente caigo en la cuenta de que la primera mirada de Momeñe a un escenario parecido al dibujado en el libro al que acabo de referirme surge en 1987, en el marco de la colectiva Escenarios de la guerra: Una visión fotográfica actual, celebrada en la Sala de Exposiciones del Canal, y comisariada por el recordado Juan Ramón Yuste, uno de los de Nueva Lente. En la nómina de la misma, además de ellos dos, nos encontramos con un inmejorable elenco generacional: Antonio Bueno, Javier Campano, Pere Formiguera, Ferran Freixa, Alberto García-Alix, Ouka Lele, Pablo Pérez Mínguez, Jorge Rueda, y Carlos Villasante. Momeñe, en concreto, expuso seis fotos de búnkeres por la zona de Fresnedillas, de los que en el catálogo se reproducen dos.
Más allá de ser la capital administrativa de Europa, Bruselas es sobre todo ciudad de densa cultura, ciudad de frontera, ciudad en la que pesa mucho el pasado. Ciudad enigmática tanto en la época simbolista, en que brilla Georges Rodenbach, (poeta y prosista cuya obra cumbre, la novela Bruges la morte, es pertinentemente citada en uno de sus textos por el fotógrafo) como en la época surrealista, cuyo fruto más universal sería la pintura de Magritte. Me gustan especialmente una de las instantáneas bruselesas del fotógrafo, la de un chalet en la nieve, en el barrio de Stockle, con algo de romántico, algo de simbolista, algo de magrittiano, y algo también, si se me permite, de tintinesco, especialmente ese BMW a la izquierda, con los faros encendidos. (Hechas las averiguaciones pertinentes, se trata del chalet donde vivían entonces los Momeñe, y de su automóvil).
Un último libro, de 2022 este: Arts & Photographs. Su cubierta reproduce un grafiti en Basilea dedicado a Beuys. Dentro, algunos retratos (incluida una versión del Victorine Meurent, con una marca negra tapando el rostro de la modelo), y sobre todo, como en un carrusel vertiginoso, un auténtico aluvión de escenas pilladas al vuelo y referidas a eventos culturales. Por ejemplo: Jordaens en Amberes, Mozart en Salzburgo, Winkelmann en Regensburg, Canova en Villa Borghese, una nueva visita (tantos años después…) a Mariano Fortuny y Madrazo en su museo veneciano (y el recuerdo de la de 1978: una foto de aquel año de Tina Chow en pleno cambalache textil), Hugo Ball en su reconstruido Cabaret Voltaire zuriqués, Hopper en el Thyssen, Klimt en Viena, Kafka vuelto omnipresente merchandising en Praga, Magritte en Bruselas una vez más, Joaquín Rodrigo en su reencarnación para el Museo de Cera, o Sherrie Levine (otra cultivadora de la ficción y de la máscara) d’après Dorothea Lange en la Kunsthalle de Basillea, El Bosco en un McDonalds en la ciudad holandesa de Den Bosch. Más, sin precisión de sitio: Nolde, Klee, De Chirico y una de sus Piazze d’Italia, Man Ray d’après Lautréamont, Rothko, Tinguely, Tadeusz Kantor (tan importante para Momeñe, en especial por su actitud ante la trágica historia de su Polonia natal y en general de Mitteleuropa), Sol LeWitt, Joseph Kossuth, la archipolémica Irina Ionesco, Baselitz, o una entrevisión de la canónica foto de Andreas Gursky del desmesurado panel de vuelos del aeropuerto de Frankfurt, el gran hub del confinente… Anotar también la inesperada aparición de uno de los retratos saharianos de Torrents Lladó y de uno de sus retrato femeninos, de aire sorprendentemente a lo Romero de Torres. Y por supuesto, también se cuela la tragedia europea, vía Lee Miller y su reportaje en Buchenwald: “Believe It” (Lee Miller cables from Germany), vía parque temático ardenés de Bastogne, vía de nuevo una doble página Seyss-Inquart, o, más a segundo nivel, vía un vinilo con un gran retrato, en el Museo de Bayreuth, de Cosima Wagner, la viuda del gran compositor, muerta en 1930, justo cuando todo aquello empezaba a ser utilizado por los nazis, y la familia se dejaba querer.
Sutiles diálogos, siempre: en la página de la derecha la foto de un espectador contemplando un Hopper en el Thyssen, y en la de la izquierda una mujer de verde, de aire sorprendentemente hopperiano, contemplando un assemblage difícil de leer, en el Bonnefantemuseum de Maestricht.
Difícil de leer, también, la última y bellísima fotografía de Momeñe que he descubierto, titulada Bayern, es decir, Baviera, y que representa, me dice, “la barca en la cueva que Luis II de Baviera mandó construir en Linderhof, y donde escuchaba Lohengrin”.
Juan Manuel Bonet / Agosto, 2023
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